miércoles, 6 de noviembre de 2013

Cuando el despertador suena

Un cuento por Víctor Álex Hernández


Fotografía: José de Haro 
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Me desmoroné. La oscuridad se compuso sobre mi ser. Era incapaz de ejercer la fuerza suficiente como para levantar mis párpados. La noche aún era presente y por mucho que mi pensamiento tuviera la certeza de que hacía ya unas horas el sol se habría despegado de la línea del horizonte, y sus rayos penetrado sin compasión a través de mi ventana, no existía claridad alguna que pudiera iluminar mi porvenir. No sentía ningún tipo de dolor físico pero mi espíritu agonizaba perdido en la penumbra. Pude, a duras penas, tragar saliva. En mi boca había dos cuerpos extraños que al tacto con la lengua me recordaban lo mucho que había perdido con aquel golpe. Tan sólo quise ser yo misma, decirle que no le pertenecía, que yo era dueña de mis decisiones y esclava de mis errores, pero nunca más prisionera de su voluntad. A cambio de mi osadía recibí mi golpe de gracia. Y en ese instante, deseando con impotencia poder ver la luz del día, los recuerdos comenzaron de nuevo a torturarme.


Sus nudillos impactaron contra mi mandíbula nublando y a la vez despejando todos mis sentidos. Teñí de rojo mi vestido blanco. Él, al contrario, no enrojeció. Fui incapaz de escuchar las palabras que vinieron después. Le veía mover los labios, mirarme a los ojos, intentar alcanzarme, pero un insoportable silencio era lo único que pude percibir. Me llevé la mano derecha a la boca y con la izquierda abrí la puerta. Le miré por última vez pero las lágrimas, que desbordándose se precipitaban desbocadas por mi rostro, me impidieron interpretar su gesto. Tragué mi propia sangre, no pudiendo sin embargo engullir mi orgullo, y dejé atrás toda mi vida y mis proyectos. Me marché de mi casa olvidando mis pertenencias, todos mis anhelos y la esperanza de un futuro feliz. No pude mirar atrás. Primero, solté mi verdad por la boca. Después, él me hizo escupir mis dientes. Por último, con la indigesta hemorragia y la posterior huida, di rienda suelta a mi llanto. No me sentí liberada ni aliviada. A pesar de poner tierra de por medio su presencia se hacía más nítida que nunca. Sólo tenía un sitio donde encontrar refugio, pero aunque no hubiera sido así, la parte de mí que él no había conseguido reducir se habría negado a permanecer allí. De manera que no hablé más. No consentí más. No soñé más. Y creí escapar. Creí despertar. La realidad es que jamás lo logré.

Esos y otros recuerdos se desataban ahora en mi pensamiento como si llevaran meses hibernando y el hambre los hubiera avivado. El contraste entre mi aletargado cuerpo y mi actividad cerebral era extraordinario. Me era igual de imposible ignorar mi mente como mover mi cuerpo.

Visité la comisaría en primer lugar, la clínica dental luego, y por último volví a casa de mis ancianos padres, donde dormí profundamente en cuanto gasté mis lágrimas.

Y, sin comprender aún el motivo, seguía siendo incapaz de abrir mis ojos cuando la claridad entró en la habitación. Numerosas escenas del pasado golpeaban mi cabeza sin compasión.

Lloré y lloré aquella amarga noche. Les conté a mis padres lo sucedido e innumerables abrazos y carantoñas no pudieron consolarme lo más mínimo.

Era imposible perdonarme a mí misma por querer obviar durante tantos años las señales que me indicaban que todo acabaría así. Los recuerdos se sucedían ahora uno tras otro pasando por delante de mis inertes ojos, justo antes de convertirse en remordimientos. Esas visiones me culpaban inexorablemente por haberlas intentado ignorar a pesar de haberse querido mostrar con claridad. Y al contrario de lo que me ocurría entonces, cuando parecía no querer dejar atrás un placentero sueño mientras el despertador de la realidad no dejaba de sonar, ahora era una pesadilla la que se hacía camino al tiempo que mi subconsciente se negaba a dar la bienvenida al nuevo día.

El dolor físico producto del puñetazo suponía un placentero cosquilleo comparado con lo que ese golpe desencadenaba en mi alma. Ver a mis padres sufriendo por ello me atormentaba en aquella insoportable aflicción. El terror que me producía que mi agresor pudiera venir a mi encuentro me paralizaba completamente. La agonía de pensar que tan sólo unas horas atrás yo me veía a su lado por el resto de nuestras vidas me castigaba sin compasión. Preferir la muerte a tal pena era la conclusión final a la que mi lógica arribaba en todo caso.

Es duro abandonar un agradable sueño, pero más duro es no poder despertar de una terrible pesadilla. A mí, ahora, me ocurrían las dos circunstancias. No solo mis ojos tenían la firme intención de permanecer ocultos tras los hinchados párpados. Toda yo estaba ausente mientras a mi alrededor la vida fluía con normalidad. Podía oír el cantar del gallo y de los pájaros. Escuchar voces y pasos que parecían perderse por lo que intuía sería un largo pasillo. Podía oler el pan recién hecho, mezclado con otro extraño olor que me resultaba familiar pero no lograba identificar. Era capaz de sentir una ligera brisa a la vez que oír el agitar de unas ramas a través de lo que sin duda sería una ventana abierta. Podía ver el tono cálido que había adquirido la anterior negrura, señal inequívoca de que la habitación se había llenado de luz. Pero ahora no podía despertar, mi pesadilla se dejaba notar y era incapaz de determinar cuánto tiempo llevaba instalada en mi cabeza, si acababa de comenzar o si estaría a punto de terminar. Por un instante, los recuerdos del pasado firmaron una breve tregua para dar paso a los interrogantes. ¿Dónde me encontraba? ¿Por qué no podía moverme? ¿Qué me ocurría? ¿Qué eran esas voces y pasos que oía? ¿De dónde provenían el olor a pan y la suave brisa? Pero enseguida, sin dar tiempo siquiera a que respuesta alguna pudiera surgir de la nada, se presentaron de nuevo las espeluznantes escenas, ignorando por completo mis esfuerzos por liberar mis retinas de su encierro.

Días después, aún seguía agazapada en mi habitación, sin poder apenas comer ni beber alimento alguno. Permanecía atenta a cualquier sonido del exterior como un asustado felino que siente la presencia de un depredador cercano. Cuando por fin pude comenzar a ingerir caldos, y por lo tanto empezaba a recobrar fuerzas, me llegaron noticias muy inquietantes. Al parecer mi verdugo había quedado en libertad. Un estúpido papel le decía que debía mantenerse alejado de mí para poder conservar su libertad. Ese fue todo el amparo que recibí de quienes decían protegerme. Un estúpido papel.

En ese momento me percaté de un extraño sonido, una especie de señal acústica que llevaba ahí desde que mis sentidos parecieron despertar. Se repetía cada pocos segundos de manera intermitente y tan sólo se me ocurría que la intensidad de las imágenes que se comenzaron a agitar en mi mente me habían distraído lo suficiente como para no haber detectado su presencia. Sin embargo, me extrañaba el hecho de que sí que escuché el gallo, los pájaros, las ramas, los pasos y las voces del pasillo. Supuse que aquella monótona señal debía haber estado sonando un largo tiempo, de manera que mis oídos se habían acostumbrado a su intermitente aparición hasta el punto de ignorarla. Por eso, cuando nuevos sonidos aparecieron, mis sentidos les prestaron atención a éstos por encima del monótono pitido. Y concluí que aquella señal no podía provenir de otro sitio que no fuera un despertador. Era hora de levantarme. Quise aprovechar aquel nuevo descubrimiento para darle vida a mi cuerpo. Empezaba un nuevo día, tenía que abrir los ojos, incorporarme y andar. Pero la pesadilla me agarró firmemente atándome de pies y manos a mi recuerdo, amordazando mi voluntad e impidiendo mi resurrección.

Pasé varios meses recluida presa del pánico y era incapaz de asomarme a una ventana. Todo cambió el día en que me informaron de que él había empezado a salir con otra chica. Ese fue el primer día que pisé la calle. Me aseguré de que mi torturador estaba en su puesto de trabajo y me apresté a visitar a aquella joven. No podía permitir que le ocurriera como a mí, que fuera la siguiente víctima. No quería que empezara a soñar porque sabía perfectamente que mi pesadilla sería también la suya. Me reuní con ella y le conté quién era él, todo lo que me había hecho y todo lo que seguía sufriendo en su cercana ausencia. Simplemente le advertí, creyendo que hacía lo correcto. Aquella mujer enmudeció, esa fue toda su reacción. Nunca supe si me creyó ni tuve idea de qué consecuencias tuvieron mis revelaciones en su relación. Ignoré el crédito que concedió a mis palabras y tampoco quise esperar a comprobarlo. Retorné lo más veloz que pude a mi refugio con la esperanza de que la intensidad de mi desgarradora experiencia fuera suficiente para sacudir a la adormilada muchacha. ¿Qué manera más efectiva podría existir para despertar a alguien que lanzar una dosis helada de realidad sobre su rostro?

Continuaba concentrada en aquel intermitente e interminable pitido. Sin comprender el motivo, tenía la certeza de que agarrándome firmemente a esa señal podría dar término a mi parálisis. Que si persistía en mi empeño, prestando atención al despertador podría al final recuperarme. Sin embargo, mi interés comenzó a desviarse de nuevo. Me percaté de la humedad de lo que debían ser las sábanas sobre las que yacía mi estático organismo. Intuí por ello que la postura mantenida no era ni mucho menos reciente. Debía haber pasado así muchas horas, posiblemente días incluso. El sonido del despertador se hacía cada vez más insoportable. ¿Cómo no lo había escuchado antes? Pronto conseguiría despertarme, no podía significar otra cosa. La luz, la brisa, el gallo, el olor a pan, el despertador. Estaba claro que era la hora, pero... ¿Por qué me era imposible mover un músculo?

Cuando regresé a casa de mis padres estaba temblando de miedo. Sin embargo, al igual que el día en que huí de él, sentía que acababa de hacer lo correcto a pesar del pánico. Afortunadamente, la casa estaba sola y respiré aliviada por haber evitado que mis padres se llevaran el disgusto de verme en ese estado de nerviosismo. Me di un relajante baño e intenté distraerme con un libro. Oí llegar unos pasos y me sobresalté, como siempre que escuchaba acercarse a alguien a la puerta. -Seguro que serán mis padres -estaba pensando yo justo cuando la puerta se vino abajo.

Noté repentinamente una caricia. No pude expresar de ninguna forma mi sorpresa por descubrir una presencia humana a mi lado. No había escuchado pasos acercarse, ni sonido alguno durante el rato que llevaba consciente. Así que esa silenciosa persona debía haber estado allí todo el tiempo, casi que conteniendo la respiración. La mano, cálida como una fina lámina de tela meciéndose con la ligera brisa en un soleado día, recorría con suavidad mi frente. Un pulgar se detenía dibujando pequeños círculos en mi mejilla para luego perfilar mis labios con dulzura. Fuera quien fuera el dueño de esa mano, debía de haber notado algún tipo de reacción por mi parte ante el recuerdo que acababa de pasar por mi pensamiento. Seguro que mi cuerpo habría efectuado un ligero movimiento o pequeña convulsión al momento de revivir semejante visión. Y no cabía la menor duda del cariño, me atrevería a decir incluso del amor, que el dueño de aquella mano me profesaba.

Fue entonces cuando le vi, apuntándome con una escopeta de caza, y yo dejé caer mi libro justo al tiempo que él apretaba el gatillo.

Mis párpados por fin lograron separarse lentamente. Me pareció distinguir unos barrotes, y más allá todo se nublaba. El gallo y los pájaros habían dejado ya de cantar. La suave brisa que entraba por la ventana se había convertido en una desagradable corriente de aire frío. El olor a pan recién hecho era solo un recuerdo cercano, sin embargo, el otro olor extraño se hacía más presente aún. Poco a poco fui descubriendo que lo que parecían barrotes eran en realidad mis pestañas, ya que éstos oscilaban, arriba y abajo, al tiempo que la luz se incrustaba poco a poco en mi cerebro. Entonces comenzaron a aparecer las primeras respuestas. Giré unos centímetros la cabeza y seguí el rastro de la mano que continuaba reposada en mi frente, hasta descubrir el rostro enflaquecido de mi querida madre. Parecía muy desmejorada y tenía los ojos enrojecidos. A su lado, mi padre, sobre una silla de ruedas parecía agitarse nervioso ante mis leves movimientos. Aquella habitación no pertenecía a su casa. Enseguida me percaté del instrumental médico que adornaba toda la estancia. Fue justo en ese momento cuando el despertador, que nunca llegué a ver, cambió su monótona e intermitente sinfonía por un pitido igual de estridente pero esta vez continuo, agudo e infinito, que se perpetuó en el tiempo hasta que ya no hubo nada.

-Yo te quería mucho, Ventura.
Fue lo último que le escuché decir a él antes de perder la consciencia.
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2 comentarios:

  1. holaaaaaaaaaaaaaa,
    gran blog, te invito a seguirme ;)
    saludosss

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  2. Hola La Vida en Verde. Por supuesto que te seguiré. Mucha suerte con tu proyecto. Un abrazo y muchas gracias por tu visita y tu comentario.

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