Un cuento por Víctor Álex Hernández
Fotografía: José de Haro
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La plaza de toros estaba repleta. El diestro estaba realizando la mejor faena que el público más viejo del tendido recordaba. Niños, jóvenes, adultos y ancianos le vitoreaban en pie, algunos de ellos con lágrimas en los ojos, agitando sus pañuelos blancos al viento. El recinto, un auténtico hervidero de gente, parecía desplomarse por momentos. La arena aún estaba limpia de sangre. No había llegado el momento de la verdad. El que todos estaban deseando. Ese instante en el que la tradición se debe transformar en aberración, la cultura en tortura y el arte en muerte. El minuto en el que la tribuna apague su sed con sangre. La bestia aún pisaba firme y su mirada todavía no reflejaba miedo ni desconcierto. El torero, sin embargo, por primera vez en muchos años no disfrutaba de la misma gloria. No se le percibía, pero estaba a todas luces muy nervioso. En su interior, un auténtico pavor bullía con la intención de dominarle. El peso de ese miedo desequilibraba gravitatoriamente la balanza de sus sentimientos. Sin oponer ninguna resistencia, en el extremo opuesto de dicha balanza se situaba una liviana dosis de confianza generada por la certera tanda de pases que acababa de efectuar y que era producto, sin duda, de su incuestionable talento taurino.