martes, 10 de diciembre de 2013

Las raíces del valor

Un cuento por Víctor Álex Hernández

Fotografía: José de Haro 
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La plaza de toros estaba repleta. El diestro estaba realizando la mejor faena que el público más viejo del tendido recordaba. Niños, jóvenes, adultos y ancianos le vitoreaban en pie, algunos de ellos con lágrimas en los ojos, agitando sus pañuelos blancos al viento. El recinto, un auténtico hervidero de gente, parecía desplomarse por momentos. La arena aún estaba limpia de sangre. No había llegado el momento de la verdad. El que todos estaban deseando. Ese instante en el que la tradición se debe transformar en aberración, la cultura en tortura y el arte en muerte. El minuto en el que la tribuna apague su sed con sangre. La bestia aún pisaba firme y su mirada todavía no reflejaba miedo ni desconcierto. El torero, sin embargo, por primera vez en muchos años no disfrutaba de la misma gloria. No se le percibía, pero estaba a todas luces muy nervioso. En su interior, un auténtico pavor bullía con la intención de dominarle. El peso de ese miedo desequilibraba gravitatoriamente la balanza de sus sentimientos. Sin oponer ninguna resistencia, en el extremo opuesto de dicha balanza se situaba una liviana dosis de confianza generada por la certera tanda de pases que acababa de efectuar y que era producto, sin duda, de su incuestionable talento taurino.
Había tomado una decisión y debía asumir las consecuencias que conllevaría. Más que nunca, estaba obligado a vencer ese miedo que en él era un sentimiento extraño. Pero esta vez le temblaban las piernas. Todos le admiraban por su valentía y en aquellos momentos el torero se estaba dando cuenta de lo cobarde que era. En apenas veinticuatro horas, sus mayores convicciones se habían desmoronado, todo lo que con anterioridad valoraba se le mostraba ahora como inútil, y cuanto había sentido esencial parecía carecer de significado alguno. En tan sólo un día, todos sus esquemas se habían hecho añicos. Pero estaba dispuesto a asumir el cambio, a purgar sus pecados y a recibir su merecido. Para ello debía ser osado y a sus ojos ahora resultaba todo muy contradictorio. La multitud congregada coreaba su nombre considerándolo el más valiente de la plaza, del estado y del mundo. Ciertamente el toro, a quien no era capaz de mirar a los ojos, era lo que menos miedo le daba de aquel lugar. Cualquiera de los miles que allí observaban correrían despavoridos si una mole como aquella se interpusiera en su camino. Sin embargo, al torero lo que le hacía sentir verdadero pánico era esa misma multitud. Quienes ahora le idolatraban, en unos minutos estarían increpándole.

—Papá, pero ¿por qué le haces daño? ¡Explícamelo! por favor, ¡explícamelo!

Las palabras de su hija pequeña retumbaban en sus oídos. Había pasado ya la eternidad de un completo día con su correspondiente noche y aún no había encontrado la respuesta a esa pregunta. Las profundas y firmes raíces de todo aquello en lo que creía, las justificaciones y razones para ser quien era, para hacer lo que hacía, se habían evaporado con los inocentes interrogantes de la pequeña, dejando el robusto árbol de su identidad a la merced del más leve soplido.  Sólo existía una certeza: cualquier posible respuesta carecería de valor. Aún así, el torero tenía la esperanza de satisfacer la inquietud de su hija sin necesidad de usar palabras. No quería perderla y no deseaba que lo viera como un monstruo. Pero era así como ahora se veía a sí mismo. —Amo a mi pequeña, y para amar hay que ser valiente —se decía a sí mismo. Había tomado la decisión correcta y era el momento de humanizarse. Lo había meditado toda la noche. Los riesgos estaban minuciosamente medidos y calculados. Y en un arranque de temeridad, se atrevió a buscar la mirada del toro. En cambio lo que vió fue a su hija jadeando en medio de la plaza. Tuvo que cerrar los ojos, pero al volver a abrirlos ahí seguía ella, con su peluche en la mano. —No nos hagas daño, papi —suplicó la niña.

El torero ordenó a sus banderilleros alejarse hacia el fondo, y luego mandó a callar a la plaza con un gesto de silencio. Todos le obedecieron. Los pañuelos bajaron y la plaza dejó de ser blanca si es que alguna vez lo fue. Era algo inesperado para todos los observadores. Luego se dirigió a la tribuna, y levantando su espada lo más alto que pudo espetó a viva voz:

—¡Nadie hará daño a este toro, y el que quiera intentarlo, tendrá que pasar sobre mi cadáver!

Y por primera vez en su vida supo lo que verdaderamente significaba ser valiente. El silencio se mantuvo. Se podía escuchar desde lo más alto la alterada respiración del animal. El torero podía incluso oír su propio corazón bombear sangre al límite de su capacidad. Y poco a poco ambos sonidos se fueron diluyendo ahogados entre los murmullos que llegaban de la gradería. El comentario más repetido hacía alusión al estado de salud mental del torero. Innumerables miradas de perplejidad se entrecruzaron entre unos y otros. Los miembros de su cuadrilla tampoco daban crédito a lo que acababan de escuchar. La gente comenzó a guardar sus pañuelos y el colectivo procesó la información. Entonces, un grito sordo se escuchó desde el anonimato:

—¡Cobarde!

A dicha palabra le siguieron toda clase de insultos. Según iba in crescendo el escándalo, el torero abandonó con pasos temblorosos su posición enfrentada al animal para situarse a su lado. Con la palma de su mano izquierda apoyada dócilmente en su lomo y su puño derecho sosteniendo con firmeza la espada, paulatinamente dejó de ser el centro de las miradas. En cuanto se agotaron los improperios hacia su persona, la gente comenzó a dirigirse a la cuadrilla, que permanecía perdida, desconcertada y sin saber cómo proceder. —¿Pero es que no vais a hacer nada? ¿acaso sois tan gallinas como él? —les decían desde las primeras filas. Unos y otros se miraban y se preguntaban qué hacer. Hasta que uno de ellos tomó la iniciativa y se dirigió a dialogar con el torero. Nadie escuchó la conversación puesto que la algarabía era ya inmensa. Sin embargo, el lenguaje gestual de ambos dejó bien claro que el torero no iba a ceder por las buenas. El miembro de la cuadrilla regresó con cara de incredulidad al grupo, y una vez allí parecieron enfrascarse en un intenso debate. No duró demasiado. Aquellos individuos se encontraban entre la espada y la pared. O se enfrentaban a su compañero, o lo hacían a una desenfrenada masa que empezaba a tenerles como objetivo de su ira. La decisión fue sencilla.

De manera amigable, se acercaron en grupo al torero y al animal. El primero les miraba con recelo, el segundo, que había recuperado ya su aliento, permaneció inmóvil. Parecieron intercambiar varias frases con el torero. No muchas. Enseguida empezaron los forcejeos, los empujones y agarrones. El público se encendió.

¡Acabad con él! ¡Hijo de puta! ¡Vete al infierno tú y todos los mierdas antitaurinos! ¡Matadle!

Enseguida la arena se manchó de sangre y la plaza calmó su sed. El torero había herido con su espada a uno de sus compañeros, que enseguida se llevó la mano a la pierna y profirió un alarido de dolor. Sin embargo, la resistencia no duró demasiado. En unos minutos, y tras recibir una docena de puñetazos y patadas, fue reducido y sacado de la plaza inconsciente. No había aguantado tanto como pretendía. Tampoco había podido salvar a aquel toro, pero sin embargo, había logrado otro objetivo muchísimo más a su alcance. Al día siguiente, pudo escuchar de nuevo su grito desde su cama en una vetusta habitación de hospital. Fue reproducido una y otra vez en los telediarios nacionales de las principales cadenas. Como consecuencia, recibió en los meses posteriores, mientras se recuperaba de innumerables golpes y fracturas, una multitud de amenazas de muerte e insultos. También le llegaron misivas de apoyo y agradecimiento, donde comprobó que muchos le veían ahora como un héroe. Enseguida se dió cuenta de que quienes ahora le perseguían, antes le idolatraban. Y exactamente igual sucedía a la inversa. ¿Cómo es posible que uno pueda pasar de ser un cobarde a ser un valiente en unos segundos a ojos de unos, mientras que en esos mismo segundos, a ojos de otros, la misma persona pase de ser un valiente a ser un cobarde? ¿Tan relativos, complejos, cambiantes, interpretables son esos dos conceptos para el ser humano? El torero tuvo tiempo de reflexionar sobre estas y otras cuestiones mientras sus huesos recuperaban su forma y los hematomas se diluían hasta permanecer tan sólo en el recuerdo.

El día en que el torero recibió el alta médica se dirigió de inmediato a su casa. No podía pensar en otra cosa que no fuera su hija. El incontrolable movimiento de su mano derecha le impidió introducir con facilidad la llave en la cerradura. Sintió de nuevo el sabor del miedo en su paladar. Pero tras varios intentos, logró abrir la puerta y allí estaba ella.

—¡Ole, ole y ole! Papá, eres mi héroe. Gracias.

Y entonces, en el momento de recibir el abrazo más esperado del mundo, nuevas raíces crecieron con fuerza bajo sus pies de manera que jamás nada ni nadie pudo derribarle.


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