miércoles, 29 de enero de 2014

Una simple escena indeterminada

Un cuento por Víctor Álex Hernández


Fotografía: Euno Boston Licencia: Creative Commons


—Hola. ¿Lo de siempre? —se preguntó desde el otro lado de la barra.
Un leve asentimiento con la cabeza fue la única respuesta desde este lado.

El local estaría vacío si no fuera por una pareja de enamorados que con manos entrelazadas departían junto a unas copas de vino rosado, intercambiándose sonrisas a la cálida luz de una tenue vela. Un camarero, el cocinero y el habitual visitante nocturno eran el resto de personas que allí se hallaban. Sonaba una obra de piano de Philip Wesley por los altavoces y en las mesas desocupadas las llamas de las velas reclamaban, sin cesar, la presencia de otras almas enamoradas que jamás acudirían a su calor ni a su luz.


Sobre la barra, dos gruesas piedras de hielo golpearon el fondo de una copa, y el contenido de una botella de coñac se vertió sobre ellos hasta que el visitante nocturno alzó levemente su palma derecha en señal de suficiencia. La botella fue depositada de nuevo en lo alto y quien allí la dejó se aproximó con desgana a la ventanilla de la cocina.

—Este viejo, —le susurraron desde dentro— ¡me tiene hasta los huevos!

La copa de coñac se elevó y los hielos que en su interior se bañaban fueron obligados a danzar describiendo circunferencias y golpeándose el uno con el otro durante breves segundos. El jóven, que sonreía a la muchacha, le acariciaba ahora de forma suave la mejilla al compás de los acordes. Ella ladeaba la cabeza buscando el calor de su mano a la vez que pestañeaba lenta pero rítmicamente. La cara exterior de los cubos comenzó a diluirse y a cubrir la superficie del alcohólico brebaje dibujando caprichosos surcos, como lo haría una viscosa lava ardiente sobre la falda de una montaña ondulada, amoldándose a la estructura, contorneándose con su figura, calentándose y enfriándose mutuamente.

—Sí, —respondió el camarero— a mi me da que en su casa no lo quieren y por eso viene aquí a joder. —Y, mirando con indiferencia al anciano, un gesto procedente de la mesa de detrás le hizo abandonar su postura recostada sobre la pared anexa a la ventanilla.

Por encima de sus gafas, el visitante nocturno vio como quien le servía las copas cada noche recorría la barra hasta el moderno ordenador de pantalla táctil. Tras manosear el monitor, el aparato escupió un papel impreso que el camarero introdujo en una pequeña cajetilla de madera. Y acompañándolo con dos pequeños bombones de envoltorio rojo que extrajo de una urna de cristal, llevó la cajetilla, esta vez con paso más ligero, a la mesa de los enamorados.

Un buen trago de coñac calentó una castigada garganta hasta reposar en un estómago vacío. Y la luz de una farola tropezaba con las revoltosas hojas de un jóven eucalipto, antes de penetrar por la cristalera y acariciar suavemente las cortinas de seda color crema, para finalmente tenderse sobre el grueso mantel adamascado, los arrugados envoltorios rojos, la vela encendida, la cajetilla abierta y un billete de cien euros. Los dedos de ella alcanzaron un bombón a la boca de él, mientras en la suya el otro se derretía llenándole de dulzor el paladar. La melodía llegó a su fin y se hizo un breve silencio. El camarero había regresado a su interrumpida conversación.

—Por dinero no será que está así, —se dijo desde el interior de la barra en dirección a la cocina— hay sitios muchísimo más baratos que este para echar la última copa. Además, ¿te has fijado en las propinas que deja?
—Claro que me he fijado —fue la respuesta que llegó desde dentro— tiene pinta de ser el típico sesentón que saca su billetera para solucionar cualquier problema.

Bittersweet, otra pieza de piano, en esta ocasión de Louis Landon, comenzó a salir por los altavoces y las hojas del eucalipto invitaron a bailar a las inquietas llamas de las velas. El sonido de una cajetilla que se cerraba invitaba al camarero a bailar con un billete de cien euros. Con cara sonriente se acercó de nuevo a los enamorados y, con reverencia agradecida, les deseó una feliz velada así como verlos pronto de nuevo por allí. Él la miró y ella se ruborizó. Antes de terminar la canción, el dulzor del chocolate sería solamente un recuerdo y la copa de coñac se habría ya vaciado, pero el piano seguía aún sonando desde dentro de los altavoces.

El camarero recogió la cajetilla y volvió al lugar desde donde se sirven los amargos tragos, engordó su caja registradora y regresó nuevamente a la mesa con el cambio. El muchacho recogió las monedas sin dejar de mirar a su chica. Tras la ventanilla de la cocina un gesto se torció liberando un ligero gruñido y, sobre la barra, golpeó el mármol una pequeña lágrima que nació entre unas lentes desteñidas y una retina cansada. Ni el gruñido ni la lágrima fueron sentidos por otros que no fueran sus respectivos dueños. El camarero retomó su dominio con las manos vacías.

—La verdad es que se hace raro ver a una persona así en un lugar para parejas. Menos mal que no es de los que arman escándalos. ¿Cuántas se tomará hoy?
—Déjale, por mí como si se quiere beber el agua de los floreros.

La chica apagó la vela con un tímido suspiro de amor y las sillas se separaron del mantel. Los hielos se quedaron solos y huérfanos en el fondo de la copa justo antes de que Louis pulsara la última tecla y los altavoces se quedaran mudos. Tras las gafas, una mirada se perdía en el vacío, como queriendo acompañar en el duelo a los cubitos. El visitante nocturno sintió una corriente helada en la nuca que le indicaba que la puerta de la entrada se había abierto. Entonces giró su cabeza lo justo para observar como, bajo la luz de una farola, un eterno beso de amor le robaba el protagonismo a las sombras de las hojas del eucalipto, a las velas, a los manteles adamascados y a la música que jamás volvió a sonar.

—¿Quiere otra copa, señor?

El billete más pequeño que se encontró en una cartera fue depositado a modo de respuesta sobre el frío mármol. Y éste, tuvo tiempo de absorber la pequeña lágrima que allí permanecía antes de que unas ávidas manos tras la barra lo recogieran y lo pusieran a buen recaudo. Ni un nuevo gruñido desde la cocina, esta vez percibido por cuatro oídos fuera de ella, ni el tintineo de unas monedas que fueron dejadas caer con desprecio sobre la barra, pudieron distraer la atenta mirada que con la ayuda de unas lentes se centraba en el beso que aún no había terminado.

—¿Has visto? —preguntó uno a otro en voz muy bajita.— El muy tacaño. ¡Y que encima tengamos que ponerle buena cara!

Entonces, por fin los labios se separaron, las hojas del jóven eucalipto recuperaron su lugar, y alguien pareció despertar de un sueño. Unos arrugados párpados lamieron varias veces la reseca mirada que a su sombra se resguardaba. El visitante nocturno caminó con dignidad hasta la puerta y, en cuanto los amantes se perdieron en la niebla, la abrió de par en par para huir de aquel lugar dejando atrás las monedas y las mentiras. Con determinación, como quien busca algo que se le acaba de perder, abandonó para siempre una simple escena indeterminada.


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